La cocina madrileña existe

Un buen amigo me contó un día que había un restaurante en Madrid, llamado Bellalola, en el que estaban haciendo una cocina muy especial, cocina madrileña antigua, recetas tradicionales, palaciegas (del gusto de Felipe III, de María Luisa de Saboya, Amadeo I, Alfonso XII…) y todo ello ahora, sí, sí hoy, en el corazón de la capital. A mi que me encanta la historia y, por descontado, la gastronomía, me dejó con una enorme inquietud y dispuesta a investigar todo el asunto. La casualidad hizo que coincidiera poco tiempo después, en un acto, con uno de los protagonistas de esta cocina, Miguel Ángel Almodovar, motor junto al chef de Bellalola de esta admiarable iniciativa. ¿Quieres conocer toda la historia? Su bonita historia, comienza con una disertación ¿existe una cocina madrileña original? Miguel Ángel Almodovar, colaborador habitual de «La mirada crítica» (junto a María Teresa Campos, en Tele-5, y por tanto una cara muy conocida) ha investigado entre los manuales y rescatado unas deliciosas recetas, que el chef Chema de Isidro se ha encargado de actualizar, desgrasar, buscarles una presentación acorde a nuestros tiempos… Mi consejo es que sigas leyendo, te atraparán las historias de algunas de nuestras recetas más significativas y también la del perro Paco, un can gourmet en la corte de Alfonso XII… Y después… Lo mejor es probar esta rica cocina «in situ», en Bellalola (Duque de Sesto, 48/ Madrid 28009. Tel.: 91/ 409 03 50).

Sí, existe

Por Miguel Ángel Almodóvar

No son pocos los que han dudado de que Madrid tenga una cocina propia, peculiar y diferenciada, y constituyen legión los que consideran que, de existir, su bagaje se limita al cocido, coci o piri, a los callos, y, en tiempo navideño, al besugo, que, al decir de Julio Camba, sólo encuentra sosiego y reposo espiritual al entrar en un horno de los madriles.
Ni unos ni otros saben o quieren saber de lo esencial de una culinaria que si con frecuencia pasó sin pena ni gloria, fue por la generosidad de un pueblo que jamás quiso apropiarse de lo regional, haciéndolo pasar por nacional en su síntesis, como en su momento consiguieron París, Viena o Moscú. Porque hay que decir que ni hay una cocina francesa, ni austro-húngara, ni rusa, sino una interesada y picarona amalgama de las respectivas cocinas regionales, que fue gestándose en las respectivas capitales, para el caso, París, Viena y Moscú.
Aquí, por gracia o desgracia, según el gusto de cada cual y el que cristal con el que mire el asunto, tuvimos un Dionisio Perez, alias Post Thebussem, quien, allá por el año de 1929 y en su libro Guía del buen comer español, negó, por vez primera y rotunda, la verosimilitud de una hipotética cocina española, poniendo por encima del concepto y entelequia la armónica suma de un conjunto de cocinas regionales.

«MADRID RECOGIÓ EL LEGADO DE LAS COCINAS ÁRABE, MORISCA Y MUDÉJAR DE LAS GENTES QUE HABITABAN LA VILLA; DE LA COQUINARIA ITALIANA Y CENTROEUROPEA QUE FIGURA EL LIBRO DE COZINA DE RUPERTO DE NOLA.»

La cocina madrileña, como se verá en un instante y aunque históricamente la plaza capitalina siempre haya sido refugio grato para todas y cada una de las cocinas regionales de España, existe y goza de una idiosincrasia propia y fetén, a la que ya va siendo de que se le reconozcan identidades y méritos.
Desde que allá por los calurosos días del estío de 1561 Felipe II decidió fijar en Madrid la residencia de su corte, la capital ha ido recogiendo y sintetizando un sinfín de corrientes e influencias manducarias y gastronómicas, para construir su propia cocina. Pero hay que decir que antes de ese momento y como antecedentes, Madrid recogió el legado de las cocinas árabe, morisca y mudéjar de las gentes que habitaban la villa; de la coquinaria italiana y centroeuropea que figura el Libro de Cozina de Ruperto de Nola (cocinero de monarca napolitano), mandado traducir del catalán por Carlos V; y de los usos flamencos, borgoñones y tudescos, que aportó el séquito del propio emperador.

Tres pilares básicos

Con estos mimbres (los anteriormente citados) se empezará a construir la cesta en la que se deposita todo lo que poco a poco irá configurando el despensero de la cocina madrileña, siempre apoyada en tres patas: la cocina palaciega, la cocina castiza y popular, y la cocina de la periferia capitalina. Por la primera irán pasando Austrias y Borbones, dejando influencias centroeuropeas, francesas o italianas, y momentos señeros;

  • Cocina palaciega: Como las sofisticadas recetas de Martínez Montiño, cocinero de Felipe III y Felipe IV, en el timbal de macarrones y los bocados de mortadela, que trajo la italiana Isabel de Farnesio, segunda esposa de Felipe V, o los afrancesamientos de un Alfonso XII que había pasado su juventud en el exilio parisino.
  • Cocina castiza: De la segunda forman parte platos basados en la economía y en la inspiración de fondas, botillerías, mesones y tabernas, expresadas en los callos, las aceitunas guisadas, los peculiares escabeches, las indescriptibles gallinejas o las judías a lo tío Lucas.
  • Cocina de la periferia capitalina: La tercera, por último, será casi siempre cocina ligada estrechamente al producto: espárragos de Aranjuez, ajos de Chinchón, pepinos de Leganés, higos de El Álamo, requesón de Miraflores, truchas de El Paular o coliflor de Griñón.

Lo que dicen los sabios…

  • Los sabios Néstor Luján y Juan Perucho, en «El libro de la cocina española,» concluyen que la cocina madrileña es una cocina: “… de meseta, más pastoril que agrícola, muy sugestiva por su misma depuradísima pobreza”.
  • Otro sabio, Ismael Díaz Yubero, en «Sabores de España,» explica que: “Madrid tiene la cocina que corresponde a un ciudad históricamente centralista, que durante muchos años ha experimentado un gran crecimiento demográfico, absorbiendo gentes procedentes de todo el país, con una considerable población extranjera, y que, desde hace mucho tiempo, ostenta la capital de todo el Estado, lo que unido a su carácter hospitalario ha dado lugar a un cierto sincretismo culinario”.
  • El cuarto y último sabio que a colación traemos, Lorenzo Díaz, en «Diez siglos de cocina en Madrid» y tras preguntarse si existe una cocina madrileña, apunta: “La pitanza del Foro ha estado oculta, tapada por innumerables tópicos y por lecturas de viajeros “cagaprisas” como los románticos que se dieron un garbeo por el Foro que les dio para elaborar “sesudos” manuales sobre nuestros usos y costumbres”.

Una cocina por descubrir

Opiniones y definiciones sabias, ya dejimos, pero, como es lógico, inevitablemente parciales en su brevedad de síntesis. Nosotros, en el proyecto que nos ocupa y anima, preferimos quedarnos con aquello de Josep Pla de que un ámbito, sus gentes y su devenir histórico, es su paisaje reflejado en la cazuela, y dejarles a ustedes que se asomen a ese espejo para que encuentren por sí mismos lo mejor y más gustoso de una cocina, la madrileña, que a estas alturas está aún por descubrir.

Bellalola, tiene la decidida voluntad de convertirse en el primer restaurante de Madrid que ofrezca cocina madrileña, más allá, mucho más allá y con todos los respetos que la opción merece, del simple cocido o los callos. Y quede claro que no por el mero gusto de ser pioneros, sino porque estamos convencidos de que hay un repertorio extenso de recetas por explorar y disfrutar, y ese es un tesoro que no se puede seguir hurtando ni a los madrileños ni a los que aquí residen o por sus calles transitan.

Cocina madrileña con historia, con identidad y sello, con elegancia palatina o gracejo retrechero… A partir de este momento y con vocación de continuidad, en Bellalola, cocina madrileña, y ya nos dirán ustedes.

En Nutriguia.com hemos tenido la suerte de descubrirla y nos ha encantado (lo hemos hecho en compañía del propio Miguel Ángel Almodovar y del sociólogo Lorenzo Díaz). ¡Te animamos a hacer lo mismo! Es todo un lujo poder probar los espárragos que le gustaba cenar a Lope de Vega, la receta de sopa de cebolla que trajo a España la reina María Luisa de Saboya, las míticas y finísimas croquetas de Lardhy, el bistec que con esmero comió el perro Paco entre algunos nobles en Fornos… No me negarán que se trata de una historia más viva que nunca y sabrosa.

Los cigotes, guisos fríos de carne de cordero, de liebre o de conejo, a base de carne asada, muy picada y sazonada con una salsas llamada prebada, fueron muy populares en Madrid durante los siglos XVII, XVIII y XIX.
No solían ser platos de casa, sino condumio para llevar en el fardel a las meriendas, fiestas campestres y romerías.

Así lo corrobora una copla popular madrileña que dice:


A San Isidro he ido
y he merendao más de cuatro quisieran
lo que sobrao.
Ha sobrao cigote y empanadillas
un capón, cuatro huevos
y tres tortillas.

En el siglo XX, bajo la influencia y extensión de la moda de la cocina europea, aquellos gigotes se sustituyeron por los filetes rusos, que, durante un tiempo y por orden de un régimen tintado de autocracias y anticomunismo, pasaron a llamarse filetes a la vienesa.

Hay muchos platos árabes que reciben el calificativo de alboronía y en todos
los casos se preparan a base de verduras, entre las que indefectiblemente figuran las berenjenas, por lo que algunos autores y especialistas gastronómicos como Nestor Luján, la consideran como “la madre de todos los pistos”. El nombre deriva de la voz árabe al-baraniyya que significa “cierto manjar”, aunque la leyenda dice que alboronía hace referencia a la princesa Al-Buran, esposa del califa Almanúm, y que tal plato empezó a hacerse famoso porque se preparó por primera vez el día de su boda.
Sea como fuere, el caso es que la alboronía se menciona ya en los cuentos de Las mil y una noches y que en ciertas zonas del norte de África se sirve aún una especialidad, la alburuna madhddia, alboronía madrileña, que los descendientes de los árabes y moriscos expulsados de Madrid en los siglos XVI y XVII han conservado hasta nuestros días.

La alboronía madrileña era el plato de diario de las gentes, musulmanes, cristianos, mudéjares y moriscos, que vivían, pacíficamente y sin mayores problemas, en las laderas de lo que hoy es la calle de Toledo, y sobre todo de un tiempo, a partir del siglo XIV, en el que la campana de la torre mudéjar de la Iglesia de San Pedro el Viejo ordenaba y regulaba la vida cotidiana de la entonces diminuta ciudad.

Don Félix Lope de Vega, tan aficionado a los tempraneros y rotundos desayunos de torreznos con aguardiente y a las potentes empanadas de perdices, generosamente regadas con el vino precioso de La Membrilla, solía ser bastante
frugal en sus cenas. Habitualmente, y siempre que la temporada lo permitía, tomaba unos espárragos de su huerta, cocidos con huevos escalfados, aderezados con pimentón, bautizados con zorrito de vinagre y zumo de limón, y acompañados de los huevos de las gallinas que cuidaba su amada hija Antonia Clara, hasta que un mal día la infeliz fue secuestrada por su novio, un hidalgo sin fortuna que a mayor ignominia e ironía del destino se apellidaba Tenorio.
Los madrileños pronto llamaron a aquel plato Espárragos Lope de Vega y lo hicieron suyo en sus cenas. Además, aprovechando lo que sucedía con las muchas comedias anónimas que circulaban de mano en mano, y que fuesen de quien fuesen el vulgo los atribuía al Fénix de los ingenios y Monstruo de la Naturaleza, los vendedores pícaros solían ofrecer sus espárragos como recién salidos de la huerta de Lope.

Estamos ante una receta típicamente madrileña y procedente de la llamada cocina palaciega, ya que fue ideada por Francisco Martínez Montiño, cocinero de Felipe III y Felipe IV y autor de una de las obras clave de la culinaria y la gastronomía españolas, el «Arte de Cozina, Pastelería, Vizcochería y Conservería,» que vio la luz en el año de 1611.
Felipe III, en absoluto interesado en los asuntos de Estado y la gestión política, delegó todo aquello en las manos de su valido, el todo poderoso Francisco Gómez de Sandoval Rojas y Borja, V marqués de Denia, I marqués de Cea, sumiller de Corps, caballerizo mayor, y primer duque de Lerma, quien a su vez delegó en su valido personal Rodrigo Calderón. Entre tantas delegaciones, el rey pudo dedicarse en plenitud a todo aquello que le agradaba y entretenía, como la caza, la pintura, el teatro y el buen yantar. De satisfacer sus apetencias en este último punto se encargó Martínez Montiño y en tal afán consiguió creaciones, probablemente inspiradas en preparaciones anteriores, como el mirraustre de peras, que tanto gustaba a su señor Felipe III y que no tardó en incorporarse al recetario madrileño.
Hay que decir que Martínez Montiño no sólo se esforzó en los recetarios, sino que además aportó elementos de gestión a la cocina, recomendando, por ejemplo, que a la hora de reclutar personal conviene que éstos: “… sean de buena disposición, liberales, de buen rostro y que presuman de galanes, que con
eso andarán limpios, y lo serán en su oficio”.

María Luisa Gabriela de Saboya (1688- 1714) fue la primera esposa de Felipe V, su primo y el primero de los reyes españoles de la dinastía Borbón, con quien contrajo matrimonio el 3 de noviembre de 1701, en Figueras, cuando contaba con tan sólo trece años de edad.

Influenciada por los gustos gastronómicos de sus padres, Víctor Amadeo II, duque de Saboya y rey de Cerdeña, y Ana María de Orleáns, sobrina del rey Luís XIV de Francia, adoraba la sopa de cebolla, pero los cocineros y sirvientes del palacio madrileño, habituados a la confección casi exclusiva de la tradicional olla podrida, no conseguían dar con el punto exacto del plato, por lo que, con cierta frecuenta, la reina consorte bajaba a las cocinas y lo preparaba ella misma.

La sopa de cebollas era por entonces casi una novedad en París y aún mucho más en España, ya que apareció como uno de los humildes condumios de las gentes que trabajaban o transitaban por el mercado parisino de Les Halles.

Los nobles franceses que solían acabar sus fiestas y francachelas de madrugada y en aquel recinto, no tardaron en aficionarse a un caldo tan sabroso y de efectos notablemente tónicos y vivificantes. La llamaron Soupe d’oignons aux Halles y poco a poco la fueron introduciendo en sus cocinas. Fue el caso de Ana María de Orleáns, la madre de María Luisa Gabriela de Saboya, quien la trajo a España como inestimable presente culinario.

Un perro gourmet en la corte del rey Alfonso XII

En el Madrid de la Restauración, el de las hambres caninas, hubo un perro que llegó a alcanzar la categoría de gourmet. La historia -que continúa contando Miguel Ángel Almodovar- empieza en la noche del 4 de octubre de 1879, cuando un grupo de amigos, comandado por don Gonzalo de Saavedra y Cueto, marqués de Bogaraya, se dirigía al Café Fornos. Un perrillo callejero se acercó al noble y empezó a frotarse contra sus piernas. Aquel atrevimiento le hizo gracia, así que, Bogaraya y sus compañeros de francachela convinieron en invitar a cenar al chucho. Entraron en uno de los reservados de Fornos, pidieron una silla para su nuevo amigo, le ordenaron el bistec que había dado fama al local y el perro lo engulló haciendo gala de los mejores modales a la mesa. Terminada la cena, el marqués pidió champagne francés que vertió en una copa, y con ella dejó caer unas gotas sobre la testuz del animal y dijo solemne: “Yo te bautizo como Paco”.

La humorada se convirtió en afición para el señoritismo noctámbulo madrileño y todos se disputaban el honor de invitar al perro a Fornos, a Lhardy o a Casa Labra. Además, Paco empezó a ser admitido en la gran mayoría de los espectáculos públicos. Cada tarde se pasaba por el Teatro Apolo, donde amablemente le invitaban a entrar, y en los días de espectáculo taurino iba diligente a la plaza.

La muerte accidental del perro

El 21 de junio de 1882 Paco presenciaba una corrida en la que participaban tres aficionados: José Rodríguez, propietario de una popular taberna en la calle de Hortaleza, Ernesto Jiménez, y Enrique Gaire; actuando como director de lidia el toreo Santos López Pulguita. Cuando toreaba el primero de ellos, Paco saltó de improviso a la arena, empezando a ladrar y a corretear entre las piernas del diestro/siniestro, quien, asustado y nervioso, le lanzó una estocada que le hirió de gravedad. Sólo la decidida y rápida intervención de la fuerza pública consiguió salvar la vida de José Rodríguez. Paco murió a los pocos días y Alfonso XII, en nombre de toda la familia real, le hizo llegar al marqués de Bogaraya su más sentido pésame por tan sensible pérdida.
El perro fue disecado y expuesto en una tasca taurina regentada por Juan Chillado y situada en la calle de Alcalá esquina a la Fuente del Berro, a unos pocos metros del actual restaurante Bellalola, pero la taberna cerró en 1889 y el dueño se llevó el cuerpo momificado al Parque del Retiro. En 1920 un grupo de taurófilos decidió levantarle a Paco un monumento, se inició una suscripción popular y en poco tiempo se consiguió reunir la cantidad de 2.900 pesetas. Como aquello era entonces mucho dinero, el recaudador sucumbió a la tentación y escapó con las perras del perro.

Fornos y su bistec

El Café de Fornos fue todo un símbolo gastronómico durante la época de Alfonso XII. Aunque su majestad siempre fue más de tugurios infectos y de casas de lenocinio que de tertulias literarias, la historia de este mítico café madrileño, aunque venía de lejos y había sido incluso el preferido de su antecesor en el trono, Amadeo I, está estrechamente ligada a su reinado. A los cinco años de su llegada a España, Fornos cambió su antigua ubicación en un callejón situado en lo que hoy es la calle de Arlabán, por la más conocida en la esquina de Alcalá y Peligros, al tiempo que se procedía a la redecoración del local con todo el lujo que entonces era imaginable. Fornos contaba en su salón principal con un fabuloso reloj de dos esferas y ofrecía a sus clientes un servicio con vajilla de plata, aunque pronto tuvieron que retirar de ésta las cucharillas de café, porque llevárselas a casa se había convertido en casi un deporte para la nobleza y alta burguesía que constituía el grueso de su clientela.

El restaurante tenía entrada independiente por la calle de Alcalá, y unos reservados numerados en el entresuelo, donde siempre comió el perro Paco y que no cerraban en toda la noche. Fue también en uno de aquellos reservados donde, años más tarde, en 1905, el propietario, Manuel Fornos, decidió levantarse la tapa de los sesos de un pistoletazo, cuyo eco fue la señal de partida del declive definitivo del local.

Casa Labra y sus soldaditos de bacalao

En la que época en la que el perro Paco visitaba regularmente Casa Labra, establecimiento fundado en 1860, unos de sus tipismos, los Soldaditos de Pavía, casi se acababan de inventar. Aunque es probable que el plato tenga un origen gaditano o sevillano, no cabe duda que fue en Madrid y en Casa Labra donde cobró carta de naturaleza e independencia castiza. Lo cierto es que esta típica fritura de bacalao rebozado, aunque en algunos casos también de merluza, en Andalucía es conocida como Pavías, en Madrid, adornada con una tira de pimiento rojo se llama Soldaditos de Pavía. ¿Por qué? pues porque cuando el 3 de enero de 1874, y tras la dimisión de Emilio Castelar y Ripoll, las Cortes Constituyentes procedían a la votación para elegir al nuevo presidente del poder ejecutivo, que de momento iba siendo favorable a Eduardo Palanca Asensi, el general Pavía, tras sacar las tropas a la calle, rodeó el Congreso, ordenando entrar a la soldadesca en el Salón de Sesiones. Los diputados, qué remedio, tuvieron que abandonar sus escaños, disolviendo las Cortes Constituyentes.

Como las tropas que levantó Manuel Pavía y Rodríguez de Alburquerque eran las del Regimiento de Húsares, acantonadas en el Cuartel del Conde Duque y ataviadas con chaquetilla de color amarillo y galones rojos, el humor casticista madrileño adjudicó el apelativo de Soldaditos de Pavía a este plato que nació entre el fin de la Primera República Española y el comienzo de la Restauración borbónica.

Unas croquetas en Lhardy

Durante el reinado de Isabel II, el único restaurante madrileño que de tal podría calificarse en Madrid era Lhardy. Inaugurado en 1839, introdujo en la corte refinamientos coquinarios hasta entonces desconocidos, como los souffles, el vol-au-vent, los brioches, la salsa bechamel o los croissants.

Pero la reina, poco o nada afrancesada en sus gustos, iba allí a comer gachas o callos a la madrileña. Pasó el tiempo y su hijo, Alfonso XII, más refinado y más inapetente, sólo probaba allí las croquetas de bechamel y el consomé que se servían en la planta baja. Un habito que calcó el perro Paco, aunque no sabemos si por afinidad gastronómica o por respeto a su majestad.

La fachada se construyó, y así sigue, con madera de caoba traída expresamente de Cuba, y el interior fue decorado por Rafael Guerrero, el padre de la mítica actriz María Guerrero, sobre la base de dos mostradores enfrentados, con espejo al fondo y opulenta consola, en el entresuelo, y tres elegantísimos comedores en la planta superior: el Salón Isabelino, el Salón Blanco y el Salón Japonés, revestidos con lujoso papel pintado de la época.

El por entonces todopoderoso marqués de Salamanca extendió la popularidad de Lhardy al contratar los servicios del local para el convite del bautizo de su primogénito, Fernando Salamanca Livermore, dos años después de su inauguración, y para inaugurar su fastuoso palacio en el paseo de Recoletos.

Datos

  • Cocina madrileña histórica
  • Bellalola
  • C/Duque de Sesto, 48
  • Madrid 28009
  • Tel.:91 409 03 50
  • www.restaurantebellalola.com
  • Parking concertado con el Palacio de los Deportes (2 horas gratis de parking).